miércoles, 1 de marzo de 2017

Historia

El Muralismo Mexicano es uno de los géneros artísticos más distintivos de América Latina. Tiene su origen en la Revolución mexicana de 1910, paralelamente al movimiento de transformación en México. Sin embargo, no es hasta 1921 cuando inicia formalmente el Movimiento Muralista Mexicano, año en que José Vasconcelos, uno de los principales intelectuales mexicanos, asumió funciones como Secretario de Educación Pública bajo el Gobierno del Presidente Álvaro Obregón, quien comisionó a distintos artistas a pintar una serie de murales en las paredes de la Secretaría Nacional y la Escuela Nacional Preparatoria. A partir de ese momento, la Escuela Muralista Mexicana comienza adquirir prestigio internacional no sólo por ser una corriente artística, sino por ser un movimiento social y político de resistencia e identidad, con imágenes a través de la diversidad de sus componentes estilísticos que retratan temas como la revolución, la lucha de las clases y al hombre indígena. 
El muralismo mexicano tuvo su periodo de producción más prolífico en el periodo comprendido entre 1921 a 1954. A pesar de ser un movimiento plástico con diferentes etapas, mantuvo como constante el interés de los artistas por plasmar la visión social que cada uno de ellos tenía sobre la identidad nacional.
La primera fase del muralismo en México se enmarca durante la presidencia del general Álvaro Obregón. Con la llegada de José Vasconcelos a la Secretaría de Educación Pública, se impulsó un nuevo proyecto cultural y educativo. Al término de la lucha revolucionaria la iniciativa pudo llegar a buen puerto y abrir uno de los capítulos más importantes en la historia de la cultura mexicana, cuando Roberto Montenegro realizó el mural El árbol de la vida, en el ex Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo, hoy Museo de la Luz. En esta primera etapa, se abordaron temas relacionados a la naturaleza, la ciencia y la metafísica.
En la segunda fase del movimiento, identificada entre 1934 y 1940, el muralismo entró en una etapa de reflexión, como consecuencia del contexto político nacional. Los artistas sostuvieron intensas discusiones sobre los caminos que en ese momento debería tomar el muralismo; fue así que se fundó la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios y el Taller de la Gráfica Popular, ambos con la intención de mantener en el movimiento muralista, un arte comprometido con las masas obreras y campesinas. La política interior asumida por el gobierno cardenista, así como la política externa con una clara oposición al fascismo, influyó en que los pintores jóvenes, que no participaron directamente en la Revolución se relacionaran con ella viéndola como el símbolo de un cambio internacional, por lo que entendieron el movimiento revolucionario no sólo como una lucha armada interna, sino como parte de una revolución mundial. Razón por la cual, en esta etapa se adoptó un discurso nacionalista y revolucionario.
La creación de murales en diferentes recintos públicos tuvo un importante impacto, tanto por la necesidad de hacer prevalecer los valores revolucionarios y postulados sociales, como por mantener una cierta unidad artística, lo que generó que el movimiento alcanzara su momento más alto. Aunado a esto, empresas de iniciativa privada como hoteles y bancos, comenzaron a encargar a diferentes artistas, producción de murales para sus edificios. De esta manera, hubo poco a poco una modificación en los contenidos de las obras, algunos artistas comenzaron a omitir aspectos de la lucha revolucionaria para abordar temas más generales; así se dio origen a la tercera y última fase del muralismo, en la que se ampliaron los horizontes de acuerdo a los intereses de cada artista, aunque sin duda, prevaleció la intención de mostrar un compromiso social y político y una intención por exaltar el arte popular, el pasado indígena y lo mexicano.

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